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Tema: Cuento sobre partería en el Lago de Pátzcuaro. Título: "A espaldas de la luna".

  1. #1
    Jimbani
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    09 ene, 20
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    Ramon Magaña Gabriel
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    Post Cuento sobre partería en el Lago de Pátzcuaro. Título: "A espaldas de la luna".

    A espaldas de la luna.

    "Mi alma es la flor, la flor de las tinieblas,
    el cáliz del amor y los dolores,
    y se abre, ¡oh, noche!, en tu regazo frío,
    y espera, así como las otras flores,
    tu bienhechor rocío."

    Manuel M. Flores

    Tatá Anselmo contemplaba las aguas tranquilas, la noche profunda y serena. Conocía bien el lago, las corrientes remaban por él, sabía dónde agarrar pescado. Desde Uranden, llevados por la necesidad, guió a sus pescadores hasta Santa Fe, recorriendo sobre el agua el cuerno de la luna. Tenía poco que iban hasta allá en invierno. Antes, cuando era joven, lo más lejos por Jarácuaro. El lago iba cambiando, el agua bajaba su nivel, el lodo se volvía tierra. Los peces se retiraban, unos morían. Anselmo aguzaba la nariz buscando dónde tender las redes, los peces respiran por encima del lago, su aroma sopla. “Ora vamos a agarrar pa Purenchécuaro”, dijo a los demás. Tendida su telaraña humana, se sentaron a esperar. Así, en quietud sobre la espalda del mundo, los pescadores aguardaban el amanecer que alumbraría sus redes cargadas de pescado.

    Naná Aurelia limpiaba el pescado en las trojes de chuspata que levantaron entre los encinos de la orilla. Sacaba las vísceras, pelaba las escamas, a los grandes les dejaba la yarata, los iba echando en cubetas. Llevaba a vender a las plazas Pescado Blanco, Akúmarha, Tiro y Charal, todo fresco. Recordó cómo antes nomás iba a Pátzcuaro, en la Plaza Chica ponía sus chiquihuites y rápido acababa. Ahora vendía en Santa Fe, Tzintzuntzan, a veces hasta Morelia. Trabajaba a valor mexicano, bonitas chingas, poco dinero. Todo le regateaban. “Yo le echo mucho la culpa a la Carpa”, pensaba entre ella. En los fríos se empantanaba allá por Uranden, casi puras Carpas había. Remueven la tierra, enlodan el agua, avientan lejos los demás peces. La Carpa la metió el gobierno, y “en mala hora, no le hizo bien a la laguna”. Tras los peces se iban los pescadores, siempre más lejos, pero el lago no tenía para dónde hacerse. Naná Aurelia se enfadaba por estar tanto tiempo lejos de casa. Llegaron en Diciembre, regresarían pasando la cuaresma.

    Eulalia sentía que todo le daba vueltas por dentro, su cuerpo se zangoloteaba violentamente. De la boca del estómago le subió al pecho, luego a todo su ser. Dos días fue creciéndole el dolor, hasta que rompió en llanto en medio de la noche. Su embarazo ya iba muy avanzado pero aún no debía dar a luz. Naná Aurelia despertó por los gemidos de su hija, contenidos apenas. Tocó su frente, tentó su panza, notó las contracciones y la humedad de su parte baja. “Ya te vas a aliviar”, dijo muy pensativa. Rápido encendió leña en el fogón, prendió una veladora y despertó a Lila. “Anda pues hija, ve por Naná Séfora, Eulalia se va a aliviar”. Cual pescado vivo Lila se levantó, se puso el rebozo y salió a Santa Fe, el pueblo más cercano. Aurelia limpió el petate, lo colocó al pie del encino, sacó mantas limpias y acarreó agua del lago para ponerla a calentar. Se tendió junto a su hija, sobando su vientre. Comenzó a orar en voz alta, pidió mucho a la Virgen que todo saliera bien.

    Naná Séfora percibió los golpes en la puerta aún entre sueños. Reaccionó rápido, acostumbrada a que la buscaran a la hora que fuera. Abrió sus ojos de coyote, paró bien la oreja. “Naná Séfora, mi cuñada se va a aliviar, me manda la señora del pescado”, gritaba una agitada muchacha. Se echó encima sarape y rebozo y abrió la puerta. “¿Dónde pues tá tu cuñada?, ¿de dónde son?”, preguntó la inquieta anciana. “Venimos de Uranden, estamos allá en la orilla”, explicó Lila. Naná Séfora se quedó pensando un momento, haciendo memoria, luego respondió, “es la que vende en la plaza. Ayúdame pues hija, llévate mis frascos y estas hierbas porque a mí ya me duele todo”. Lila se cargó lo que indicó la curandera y juntas ganaron para la orilla. Atravesaron calles desiertas, milpas sombrías. La luna traía el rebozo cubriéndole la cara, cuando al no verla callan los coyotes.

    La fiesta de Erongarícuaro llenaba de cohetes el cielo, irrumpiendo el reposo oscuro de la noche. De camino divisaron el resplandor del castillo alumbrando los cerros hechos sombras. Los gemidos de una mujer se oían por el aire, cada vez más fuerte, hasta que los tuvieron de frente. “Buenas noches hija, esta es la muchacha”, dijo la curandera, extendiendo la mano a Naná Aurelia. De inmediato se centró en la parturienta, la observó bien. Notó sus ojos hundidos, su cara hinchada, su pálida piel. “Esta muchacha está pues muy fría, hay que sobarla pa que entre en calor”. Naná Aurelia arrimó agua caliente, puso la veladora al lado del petate y, junto con la partera, se puso a sobar el vientre a punto de dar a luz. A dos manos, con fuerza precisa, Séfora palpaba por fuera el cuerpo que ya iba a desatarse de su madre. “Ya viene bien, nomás es cosa de bajarle la cabecita. Así pasa cuando es luna nueva”.

    La vida latiendo dentro de Eulalia se agitaba abriéndose camino, buscando la salida. Las contracciones aceleraban su ritmo, cimbraban todo su ser. La lluvia de sus ojos no paraba, su cuerpo lloraba frío. La acomodaron hincada, con las piernas bien abiertas, agarrándose del encino. Con mucho cuidado, Naná Séfora aceitó su vagina para que resbalara el bebé. Luego, calculó el instante preciso para darle té de raíz de epazote, canela y hierbabuena. “Tómate este mijita, es pa que salga pues la criatura”. El calor inundó a Eulalia, trepidando en su parte baja. Por dentro, sintió como si hartos pinos cayeran derribados, como un tren haciendo temblar la tierra sus huesos se movieron. Con cada estremecimiento, se abría de dolor en dolor. Esa noche llegaría la visita que inició su camino cuando aquel cuerpo de piedra, tieso y caliente, se sacudía encima de ella.

    Empujones y patadas punzaban desde adentro. Una fuerza propia se impulsaba hacia afuera. En la marea de los dolores, cada ola era más grande que las anteriores. Eulalia estaba cansada pero su cuerpo hacía esfuerzos propios, acarreándola en su oleaje. Naná Aurelia apretaba fuerte su mano. “Puja recio hija, ay viene ya”, le pedía Naná Séfora. El tiempo parecía arrastrarse, los minutos se hacían largos. Su palpitante dolor sintió fugaz alivio cuando la cabecita asomó. Al poco rato salió completa. El bebé se empujó con fuerza, deslizándose lenta, seguramente. Aurelia sintió estrecho el pecho, una tormenta silenciosa la turbaba. Deseaba con ansias una niña, pues de sus once hijos nomás una fue mujer. Naná Séfora jalaba despacio el cuerpo, recibiéndolo en un lienzo. “Esta chiquilla va a tener mucho carácter, fuerza en la sangre”, dijo al reconocerla. Naná Aurelia sintió harta felicidad de conocer a su nieta.

    Sólo una mirada relampagueante posó en su bebé, viendo la tormenta de su llanto. Extenuada por alumbrar, las sombras del sueño apagaron su mirada. Naná Séfora sacó la placenta, cortó el cordón con un carrizo, quemó la punta con una vela y limpió a Eulalia para dejarla dormir. “La chiquilla trae pues la mollera caída, le va a faltar el calor”, valoró la partera. Enseguida, preparó un baño de manzanilla, cálido y fresco, para calmar la tempestad. Tiernamente la limpió, la confortó, ahuyentó las nubes, acercó el sol. Naná Aurelia la envolvió como tamal, entre sus brazos la apapachó hasta el sosiego. La noche lucía su falda bordada con el oro de los astros, los luceros chispeaban el resplandor de las estrellas. “Va a caer pues la helada hija, ya me voy antes que me entuma”, dijo la curandera. Aurelia quiso pagarle, Naná Séfora se negó, “a mí nada me cuesta hija, yo curo y Dios me socorre”. Entonces, Aurelia llenó una charola de gratitud con pescados y se la dio. Naná Séfora le agradeció mucho, al tiempo que le pidió a Lila, “anda pues hija, encamíname no me vaya a salir la Miringua”, carcajeándose. Como el aire, se desvanecieron en la oscuridad.

    Los pálidos cristales del rocío coparon los árboles, el hielo descendió sobre el espacio lacustre. Naná Aurelia prodigó el fuego para su nieta con sus cálidos brazos. Nacida a espaldas de la luna, como ella, tendría que recorrer el cielo de la existencia para llenarse de sol. Sería iniciadora de ciclos, proveedora de principios, la oscuridad profunda que da entrada a la aurora. Naná Aurelia enterró la placenta a orillas del lago de la luna, la casa de la tierra del pescado. Pronto escuchó el rumor del agua batida por remos, el tronido del pino vuelto canoa. Los pescadores regresaban al campamento. Esa noche llenaron cuatro canoas de pescado grandote grandote. “¿Qué haces pues despierta a esta hora?”, preguntó Tatá Anselmo a su mujer. “Ya se alivió Eulalia, se adelantó el parto”, respondió Naná Aurelia. Tatá Anselmo sintió harto gusto al conocer a su nieta, “ay mi guarecita, mi flor de canela”, le dijo con amor. Su padre, Juan, tanto la quiso que su rostro de piedra dibujó una leve sonrisa. Aurelia dijo al observar los tres cirios del invierno, “se va a llamar Reinita porque nació el Día de Reyes”.




    Fuente: sponkoepicuro.wordpress.com/2020/05/21/a-espaldas-de-la-luna/
    Última edición por Sponkonito; 29/06/2020 a las 11:43

  2. #2
    Erójpeti Avatar de Tatá Javie
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    Re: Cuento sobre partería en el Lago de Pátzcuaro. Título: "A espaldas de la luna".

    Hermoso cuento. Muchas gracias por compartir.

 

 

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